martes, 6 de diciembre de 2011

Capítulo I

El silencio inundaba la aldea. Sentía cómo todas las miradas se centraban en mí y los rayos del sol actuaban cómo un foco iluminándome. Comenzaban los cuchicheos y luego apartaban la vista de mí disimuladamente. Continué caminando con rumbo a la panadería de mi padre, esquivando a aquellos que escasos segundos antes quedaron mirándome.  Me resultaba bastante incómodo que la gente del pueblo me mirase cómo un bicho raro, pero en realidad, me lo merezco. Cuando decidí entrar en el mundo de James ya sabía a lo que me enfrentaba: a los cuchicheos continuos y a las burlas. “Un ángel enamorado de un demonio, que estupidez”, “Cómo se le ocurre semejante tontería, es peligroso”, “Deberían de haberla matado por haber puesto al pueblo en peligro”, “Esa es la chica que dejo a su hermana morir”. Creedme que me ha resultado muy duro todo esto, pero ya no hay nada que pueda hacer. Algún día desapareceré y me perderé por el mundo, pero de momento, debo aguantar y enfrentarme a las consecuencias de mis actos.
Una suave brisa ondeaba mis largos y dorados cabellos a la vez que chocaba contra mi pálida y brillante piel. El sol hacía relucir mis azulados ojos y marcaba aún más mi pequeña sombra. Seguí caminando hasta llegar por fin a mi destino y me acerqué a la puerta de madera de la panadería. Tiré de ella fuertemente y me adentré en la habitación con pasos sigilosos. De nuevo volvió el silencio y todos los vecinos que estaban dentro comenzaron de nuevo con los cuchicheos. Miré de un lado a otro con la mirada perdida y seguí caminando hasta acercarme a mi padre, que se encontraba detrás de un pequeño mostrador de madera de pino al final de la tienda. Este me miraba fijamente con la mirada cargada de ira. Me colé detrás del mostrador y dejé una barra de pan sobre este. Me anudé un delantal blanco con bordados a la cintura y salí de la tienda, dirigiéndome a la despensa en busca de un paquete de harina. Mi trabajo era ayudar a mi padre con la tienda, sustituyendo el puesto de mi hermana. Me costaba hacerme a la idea de que, en cierto modo, yo era un reemplazo.
Entré en la pequeña despensa abriendo la puerta bruscamente. Allí estaba Sam. Él era unos de los panaderos que trabajaba junto a mi padre y, en un futuro cercano, mi marido. Era un chico bastante alto, con el pelo color miel y los ojos de un marrón muy intenso. Siempre le consideré uno de mis mejores amigos, pero tras mi relación con James, mi padre creyó conveniente obligarme a un matrimonio forzado.  Y así fue; estoy obligada a casarme con Sam y, cómo es lógico, no me hace ninguna gracia tener que acatar ninguna orden de este tipo.

-          Amanda –dijo levantándose de un pequeño taburete, clavando su mirada sobre la mía-

-          ¿Puedes acercarme un paquete de harina, por favor?-dije arisca, evitando su mirada-

-          ¿Qué te trae por aquí? Hace tiempo que no te veía –esbozó sujetando un paquete entre ambas manos, que acababa de coger de una de las estanterias-

-          Ya era hora de salir de casa –dije arrebatándole el paquete, aún sin mirarle a los ojos-

-          Me alegro de verte –dijo con una amplia sonrisa. Yo me limité a asentir, sin tornar la expresión de mi cara- ¿Por qué estás así conmigo? ¿Somos amigos, no?

-          Por eso mismo, Sam. Somos amigos y no quiero ser nada más –esbocé intentando parecer borde. Salí de la despensa dejándole con la palabra en la boca y di un golpe seco al cerrar la puerta. Me sentía mal hablándole así a Sam, pero todo esto me hacía perder el control de mis palabras. Sam estaba enamorado de mí desde hace ya bastante tiempo, por lo que nunca ha puesto pegas a la maldita boda, y eso, me ponía de los nervios. Nuestra relación no era igual que antes; había cambiado mucho.
Volví al mostrador. Ya no había gente en la tienda, sólo estaba mi padre trasteando con un par de cosas. Me coloqué tras este y empecé a ordenar un par de cajas, apilándolas una encima de otra.Cogí un currusco de pan y empecé a mordisquearlo a la vez que colocaba el paquete de harina sobre una estantería de pino. La puerta de la despensa volvió a abrirse y Sam se reunió con nosotros, rompiendo así el silencio que inundaba la sala.


-Charlie, -dijo dirigiéndose a mi padre. Éste levantó la mirada- quizá no sea una buena idea obligar a Amanda a un matrimonio que ella no desea.

-No quiero discutir sobre esto –su voz se tornó más brusca de lo habitual y clavó la mirada en el suelo- Ya está decidido, es por su bien.

Yo me mantuve en silencio y seguí colocando más cajas, cómo si la cosa no fuese conmigo, cómo si no estuviese presente. Me limité a escuchar, no quería intervenir.
-No quiero que Amanda sea infeliz-susurró-

-Sam, ¿no te das cuenta del peligro que podía habernos causado a todos? –su mirada, un tanto llena de ira, se centró en la de Sam-

-Lo siento papá, siento decirte que la gente no elige de quién enamorarse –intervine levantando el tono de voz-

-¡Precisamente por eso te vas a aguantar y vas a estar con quien yo te diga! –su ira se centró en mí y un escalofrío lleno de odio invadió mi cuerpo- ¿No te bastó con haber hecho que matasen a tu hermana?

-Charlie, tranquilízate –intervino Sam con una voz melodiosa. Mi padre volvió a su expresión normal y se aclaró la garganta firmemente-

-Ya está decidido y no voy a cambiar de opinión–dijo finalmente- Iros a casa.
Me despojé rápidamente del delantal y lo dejé caer sobre la encimera, coloqué un mechón de mi pelo y salí firmemente por la puerta de la panadería, empujándola con fuerza y dando un portazo. El sol cegó mis ojos al salir y no recuperé la visión hasta unos segundos más tarde. Miré de un lado a otro y recuperé mi camino sin rumbo. No sabía a donde iba, sólo quería irme lejos y estar sola, lo necesitaba. Notaba cómo las miradas de todos los vecinos del pueblo siempre estaban posadas sobre mi,pero esta vez no me importó. Me limité a acelerar el paso cuando, de repente, alguien agarró mi brazo bruscamente impidiéndome seguir.

-Amanda, no quiero que estés mal –esbozó Sam con un hilo de voz suave y los ojos vidriosos-

-¿Cómo no voy a estar mal, Sam? ¿Te has dado cuenta de cómo es mi vida? –susurré entre escalofríos, aguantando las ganas de gritar-

-Yo no tengo la culpa de esto –dijo exculpándose-

-Claro, la que tiene la culpa de todo soy yo ¿verdad? –mi tono de voz se elevó ligeramente y las lágrimas acudieron a mis ojos- ¿Crees que yo elegí de quien enamorarme? ¿Qué pasa, que ninguno de vosotros hubieseis luchado por el amor de vuestra vida?

-¡Pero él era un vampiro! ¡Una criatura del infierno! –su tono de voz se elevó hasta juntarse con el mío-

-¡Él era mi vida! –grité, deshaciéndome de sus brazos-
Salí corriendo entre la muchedumbre que se acumulaba en la plaza de la aldea y me dirigí hacia los bosques. No aguantaba más con esta situación, era demasiado para mí. El dolor se acumulaba en mis venas y recorría todo mi cuerpo. Continué corriendo hasta llegar, por fin, a uno de los puntos más altos de la montaña. Los pinos y las hayas cubrían todo el paisaje y al otro lado de la montaña, los acantilados brillaban con la luz del sol. Las nubes blancas inundaban el cielo y todo permanecía en un completo silencio. Avancé unos pasos hasta colocarme a escasos centímetros de uno de los acantilados y me dejé caer sobre el césped, contemplado el cielo azul y las hermosas vistas de Canadá en otoño.

Necesitaba transformarme, mis alas presionaban desde el interior de mi espalda intentando salir, así que lo hice. Me incorporé de un salto y lo hice. Las enormes alas de color púrpura brotaron de mi espalda y mi piel se volvió bastante más pálida y brillante de lo que ya era habitualmente. Mis ojos cogieron un color más oscuro y relucían fuertemente. Di un pequeño salto quedando suspendida en el aire y emprendí el vuelo, esquivando varios árboles hasta adueñarme del cielo. Era mío, sólo mío. Allí era completamente feliz, flotando sobre la nada y atravesando las densas nubes. Sentía que nadie podía juzgarme, que era libre de hacer lo que quisiese sin que nadie pusiese ninguna pega. Era, sin duda, la mejor forma de olvidarme de todo o, por lo menos, intentarlo con algún resultado.

Prólogo

Allí estábamos, él y yo. Estaba realmente nerviosa, no tenía ni idea de por qué me había llevado hasta ese lugar. Ambos andábamos descalzos sobre la arena, paseando al borde de la orilla, caminando sin rumbo. El sol realzaba nuestras sombras y la suave brisa chocaba contra nuestras pálidas pieles. Yo esperaba ansiosa a que articulase palabra, pero no lo hacía. El silencio inundaba la situación y únicamente se escuchaban romper las olas. Nuestras manos permanecían entrelazadas, apretándose, permitiéndonos sentir la respiración del otro. Desvié mi mirada hacia sus ojos marrones y estos se clavaron en los míos durante un instante fugaz. Estaban vidriosos y brillaban más de lo habitual. Algo malo tenía que decirme, sí, lo presentía. Apreté su mano aún más fuerte y observé sus carnosos labios. Estaban de un oscuro color carmín y se los relamía constantemente. No pude aguantar más la situación, tenía que averiguar que tenía en mente.

-          ¿Porqué me has traído hasta aquí, James? –dije titubeante, temiendo una dolorosa respuesta-
Él no contestaba. Su mirada permanecía perdida en el horizonte. Fingía no escucharme, pero lo hacía, lo sabía perfectamente. Paré en seco y me coloqué delante de él. Solté nuestras manos y, una vez más, volvimos a fijar nuestras miradas, que relucían debido a la luz del sol. Moví la cabeza hacia un lado y observé durante unos segundos aquellas olas que frenaban ante nuestros pies.

-          Me voy –dijo en un suspiro-
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo en cuestión de segundos. Mi cerebro no podía asimilarlo, no quería asimilarlo. ¿Se iba? ¿Cómo que se iba? Sólo recordar esas dos palabras me hacía estremecer. Mi cuerpo temblaba ligeramente y mi corazón palpitaba tan fuerte que parecía salirse de mi pecho. Fijé mi mirada en la suya y, sólo sentir sus ojos sobre los míos me hizo volver a temblar. Aparté la mirada rápidamente y la fijé en la arena. Unas pequeñas lágrimas querían brotar y hacían un nudo en mi garganta que me impedía decir nada. Me quedé observando el horizonte, rosado, y fue entonces cuando esas pequeñas lágrimas comenzaron a brotar. James agarró dulcemente mi barbilla entre sus manos y me obligó a perderme de nuevo en sus ojos.

-          Es lo mejor –esbozó tragando saliva-

-          No, no lo es –dije aún entre sollozos-

-          No voy a permitir que corras peligro por mi culpa –susurró relamiéndose los labios- Tu mundo será mejor sin mí.

-          James, tú eres mi mundo, no puedo vivir si no te tengo –los escalofríos volvieron a adueñarse de mi frágil cuerpo y las lágrimas volvieron a aparecer de entre mis pestañas-

-          Conseguirás olvidarme –susurró a la vez que sus ojos se volvían más vidriosos-

-          No quiero olvidarte –dije elevando ligeramente la voz-

-          Amanda, mi mundo no está hecho para ti –dijo serio, intentando ahogar sus casi imperceptibles lágrimas-

-          Me niego a olvidarte –grité secándome las lágrimas-

-          Y yo me niego a que te pase algo malo –su mandíbula se endureció y volvió a tragar saliva-

-          Sólo quiero estar contigo –susurré intentando aguantar el dolor que sentía por dentro-

-          Lo nuestro no es posible –titubeó sin mirarme a los ojos- Por favor, olvídate de mí. No hagas esto más difícil.
No podía creer lo que me estaba diciendo. Sentía cómo mi corazón se derrumbaba, cómo empezaba a sentirse incompleto. Se iba de verdad, me abandonaba. Sólo la idea de no tenerle me hacía morir lentamente. No podía, no, él era mi mundo, todo lo que yo necesitaba. Sentir que él no iba a estar conmigo me estremecía. Nuestros caminos se separaban, todo pasaba a ser un simple recuerdo.

-          Olvídalo todo y haz como si nunca nada hubiese pasado. Haz tu vida sin mí, desde el principio – hizo una breve pausa y, tras tragar saliva, continuó- No volverás a verme –suspiró- Me iré lejos y nunca volveré.

Mi respiración se entrecortaba y no conseguía tragar con normalidad. Sentía que mi corazón no palpitaba a su ritmo habitual y que el cielo se desmoronaba trocito a trocito. El mundo se me venía encima. Las lágrimas brotaban sin parar y no me sentía capaz de pararlas. Mi subconsciente me hizo desmoronarme sobre la arena, cómo un castillo al que se le da una patada. James se agachó con delicadeza y besó mi frente intensamente. Un último beso, el beso que marcaba nuestro final. Noté como se alejaba lentamente de mí, dejando algunas huellas en la arena. Desapareció y con él se llevó todo. Nuestra historia terminó pero yo nunca dejé de amarle. Él cumplió su promesa, y cómo dijo, jamás volví a verle. Pasaron años y no volvía, todo se había acabado. Él seguía adueñándose de mi mente y de mi alma, no conseguía sacarle de ahí, no conseguí encontrar a nadie como él. Le echaba tanto de menos. Estábamos hechos el uno para el otro, aunque nuestra naturaleza nos lo impidiese. Un ángel y un demonio. A simple vista una historia imposible, pero no. Nuestra historia fue la mejor que jamás se haya escrito, la más intensa. Nuestro amor no entendía de impedimentos ni leyendas, sobrepasaba cualquier obstáculo, pero lo que James temía, era que me hiciesen daño. Las hadas y los vampiros siempre estuvieron enfrentados, y cómo era lógico, no estaba bien visto que pudiese existir una relación con esos dos componentes. La realeza de ambos reinos desaprobaba cualquier relación entre los miembros de un reino y de otro, y, para separarlos, estarían dispuestos a hacer cualquier cosa, incluida la muerte. Yo nunca tuve miedo a que nos separasen, sabía perfectamente que nuestro amor podría superarlo todo. Me sentía capaz de hacerle frente a mi naturaleza con tal de estar con él, pero James no lo veía de ese modo. Él era un vampiro y no le tenía miedo a nada ni a nadie, sabía defenderse él sólo. Estaba dispuesto a luchar por nuestro amor, pero en cuanto supo que mí vida podría correr peligro, optó por lo más fácil y seguro para mí: dejarlo todo. No estaba seguro de poder protegerme y acabó con nuestra historia imposible. Sí, cómo Romeo y Julieta: dos amantes que no pudieron quererse por la opinión de unas terceras personas. La realeza de nuestros reinos se convirtió en nuestro mayor enemigo durante mucho tiempo pero no nos importaba, estábamos dispuestos a cualquier cosa para seguir juntos. Pero, cuando durante una ocasión estuve al filo de la muerte por culpa de éstos, James empezó a pensar que quizá esto no era lo mejor para nosotros dos. Sí, se echó para atrás y, en cierto modo lo entiendo, nadie quiere que hagan sufrir a la persona a la que se ama.
Desde entonces, soy el bicho raro, la que rompió el tratado, la que atravesó el infierno. Han pasado exactamente cinco años desde que James se fue; cinco años de fingir que estoy bien y que no me importa nada, de hacerme la dura. Siempre fingiendo sonrisas y ocultando lágrimas.  Así es mi vida ahora; una vida ocultada por una máscara de felicidad. Hice todo lo que pude por estar con él. Enfrenté el cielo y el infierno sólo por nuestro amor, así cómo nuestras naturalezas. Lo cambié todo por estar con él. No me hubiese importado enfrentarme a la muerte,  me hubiese convertido en uno de ellos, hubiese entrado en el infierno sólo por él. Pero no, él no quiso arrebatarme mi alma a pesar de que se la ofrecí. Fue una historia perfecta, llena de confianza, y ahora sólo son recuerdos y siento que nada nunca fue real. La única prueba de que realmente existió, fue la muerte de Ariel, mi hermana. Ella dio su vida por apoyarnos, por sacar lo nuestro adelante, por combatir ambos reinos. Ella confiaba en nosotros,  y la mataron. Me siento culpable de todo lo que pasó y de todo lo que nunca llegó a pasar.